Nueva York en la década de 1980 era una ciudad ruidosa, cruda y llena de energía. En las calles de zonas como Brooklyn, Harlem, Queens o South Bronx, un nuevo sonido comenzaba a resonar a todo volumen en los radiocasetes. Pero el hip-hop era más que música. Era una subcultura construida sobre ritmos, rimas y estilo, y las calles eran su escenario principal.
Las fiestas callejeras se convertían en eventos multitudinarios con DJ pinchando discos en escenarios improvisados. La multitud se congregaba alrededor de los "breakdancers" mientras hacían sus bailes y piruetas sobre un cartón, realizando movimientos que parecían romper la gravedad. Los grafiteros dejaban sus nombres en los vagones del metro, convirtiendo la ciudad en una galería de arte callejero improvisado. Cada pared, cada tren, se convertía en un lienzo para letras brillantes y diseños atrevidos.
La ropa, por su parte, se convirtió en un uniforme que se lucía con orgullo y confianza, como muestra de una nueva identidad urbana; mientras los radiocasetes estaban presentes por todas partes. Enormes radios se alzaban en las escaleras, emitiendo ritmos a todo volumen que resonaban en los barrios plagados de viviendas sociales. Los MC rapeaban en vivo, compitiendo entre sí en rimas llenas de ingenio, humor y mala leche, en batallas que servían para perfeccionar las habilidades de cada rapero y donde se forjaban reputaciones.
La ciudad de Nueva York en los años 80 no era, sin embargo, un lugar fácil en aquel entonces. La epidemia del crack golpeó con fuerza los barrios y la delincuencia aumentó rápidamente. Pero el hip hop les dio a los jóvenes otra vía alternativa, ofreciendo un espacio para crear en lugar de destruir. Los ritmos ahogaban las sirenas y las rimas convertían la lucha en arte.


































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